jueves, 3 de abril de 2008
WASHINGTON IRVIN BISHOP
UN CEREBRO FUERA DE LO NORMAL
CARLOS LAMAS
CARLOS LAMAS
Una mañana de 1887, en la ciudad de Nueva York para ser exactos, una gran comitiva acompañaba a un pomposo coche de caballos. Lo conducía un hombre joven de apariencia distinguida con los ojos vendados. Eso era lo que llamaba la atención a primera vista, exceptuando por supuesto, la multitud que lo acompañaba. Pero, si se observaba con más atención se podía ver que su muñeca derecha estaba atada por un alambre de cobre que a la vez lo unía a otras tres personas, que eran tres periodistas locales de reconocida profesionalidad. Otra de las cosas que llamaba la atención era que el carruaje ora se detenía, ora giraba a la izquierda o a la derecha como si no supiera el camino a elegir. Os podéis imaginar que aquello sólo podía ocurrir por esos años.
Pero vayamos al grano. El espectáculo era producto de un desafío de Washington Irvin Bishop, que tal era el nombre del joven que conducía el coche, había hecho a la prensa de la ciudad. Él alardeaba de que su cerebro no era igual al de todos los mortales y que poseía poderes mentales de tal envergadura que podía captar cosas que nadie más que él podía lograr. Pidió aquel día que escondieran un alfiler en algún punto de la ciudad y que tres personas conocedoras del escondrijo lo acompañaran sin decir nada y unidas a él solo por un alambre de cobre. El cortejo recorrió diversos barrios de la ciudad para detenerse finalmente frente a una estatua de bronce. Bajo ella estaba la joya. De más está hablar de los titulares de la prensa neoyorquina al día siguiente.
Como habéis podido advertir la publicidad para su espectáculo de mentalismo después de este lance estaba servida. En el teatro podían ver la simulación de un asesinato, en la cual Irvin Bishop adivinaba quién era el asesino, quien la victima y dónde estaba oculto el arma. Este efecto es bastante conocido, ya que hasta el día de hoy figura en el repertorio de algunos “mentalistas” , nombre con que se conoce esta especialidad de la magia ilusionista. Parece ser que nuestro hombre adivinaba todo lo que pusieran delante, con tal de que pudiera tener contacto físico con una persona que conociera lo que había que adivinar: númerode serie de billetes, palabras y frases completas, la ubicación de objetos etc.
Se dice que él que fue el hombre que murió tres veces, a pesar de su corta vida, 33 años. Había nacido en 1856. En el año 1873 tuvo un primer ataque de catalepsia, que él potenció de forma histriónica con el fin de aumentar su popularidad. Otro le sobrevino en 1881, del que también sacó partido posible.
Estamos a orillas del estuario de Hudson una noche de primavera de 1889. Washintong Irving Bishop es ya una figura conocida en Estados Unidos. Hoy actúa en el “Lamb Club” neoyorquino, una sociedad privada que recoge lo más granado de las luminarias del espectáculo.
Como prólogo de la actuación de aquella noche, pidió al secretario del club que eligiera mentalmente cualquiera de los nombres que aparecían en el registro oficial del club. Completamente vendado, Irvin Bishop encontró el libro y luego la página del registro en que figuraba la persona en cuestión. Pidió silencio al público y concentración al improvisado ayudante. Lentamente escribió “TESNWOT”. El secretario no entendía que quería decir esto y afirmó que el nombre que había elegido mentalmente era de Margaret Townset. Sin decir palabra nuestro mentalista se dirigió a un gran espejo de dorado marco y frente a él puso el papel que había escrito. El público estremecido pudo leer “TOWNSET”. Todos prorrumpieron en aplausos y en ese momento el artista se desplomó.
Al público sobrecogido por el hecho, lo calmó un médico que le conocía, explicando que Irvin Bishop padecía a menudo de esos ataques. Al cabo de un rato el mentalista volvió en si, pero al parecer, afectado por el desmayo previo, insistió en presentar de nuevo el experimento. Se le ayudó a ponerse de pie para adivinar un nuevo nombre elegido. Pero el esfuerzo fue demasiado y volvió derrumbarse inconsciente. Hasta más allá de las cuatro de la madrugada estuvieron tratando de reanimarlo, incluso médicos, pero ya mostraba los signos inequívocos de la muerte.
Un médico de nombre John Irwin junto con otros facultativos decidieron la autopsia inmediata al cadáver “antes de que se enfriara el cerebro”, pues se suponía que su muerte repentina estaba relacionada con el esfuerzo cerebral que había hecho. Hay que comprender a aquellos médicos, que, deseosos en nombre de la ciencia de examinar aquel cerebro privilegiado, fue lo primero que le sacaron. Mas sólo encontraron que no era distinto de los demás. La credibilidad y la imaginación de un artista no se puede ver, como tampoco vieron la nota que llevaba escrita en uno de sus bolsillos, que explicaba su catalepsia y que dos veces le habían dado por muerto; por lo tanto prohibía cualquier autopsia. ¡A veces el exceso de ilusión la muerte!
EL DOBLE
EL DOBLE
EL NÚMERO MÁS APRECIADO DEL GRAN LAFAYETTE
RAMÓN MAYRATA
EL NÚMERO MÁS APRECIADO DEL GRAN LAFAYETTE
RAMÓN MAYRATA
El siglo XIX fue la época dorada de las llamadas grandes ilusiones: Apariciones y desapariciones de personas y animales, metamorfosis, levitaciones. Por ejemplo, el gran Lafayette era uno de los magos más prestigiosos. Viajaba por todo el mundo presentando un espectáculo que precisaba una compañía numerosa y unos medios escénicos excepcionales.
El número más apreciado por los espectadores consistía en lo siguiente:
Lafayette se situaba en el escenario, vestido con un encendido uniforme de color rojo. De sus hombros caía una capa negra. En un momento dado Lafayette se envolvía por completo en la capa. Por el extremo superior sobresalía una pistola. Se escuchaba una detonación. La capa y la pistola se desmoronaban en el suelo. Lafayette había desaparecido. Un instante después, los espectadores fascinados advertían que se hallaba en una campana de cristal, suspendida del techo del teatro, a veinte metros de altura. Era impensable que Lafayette, en tan corto espacio de tiempo, hubiera podido introducirse en su interior.
Lafayette estaba obsesionado por salvaguardar el secreto de sus juegos. Aunque en su compañía trabajaban más de treinta personas, ninguno intervenía más que en aquella parte del proceso en la que resultaba indispensable. Para la realización de este juego, en concreto, era preciso un doble. Pero nadie en la compañía conocía su existencia. Viajaba en trenes diferentes, se alojaba en hoteles distintos y media hora antes del comienzo de la función se desplazaba a las cuadras donde Lafayette custodiaba los animales que empleaba en la representación y se introducía en una caja de doble fondo. Unos operarios, que no sospechaban el contenido de la caja, la depositaban junto a la campana de cristal.
Un día se declaró un incendio en las cuadras donde se encontraba oculto, aguardando a que le trasladaran al interior del teatro. Faltaba poco para que se iniciara la representación y, Lafayette, vestido ya con su uniforme rojo y envuelto en su capa negra, escuchó los gemidos aterradores de los animales rodeados por las llamas. Eran animales muy costosos: tigres de Bengala, leones de Atlas, osos siberianos, reunidos pacientemente a través de los años. Una cuantiosa fortuna estaba a punto de redicirse a cenizas. Toda la compañía se había concentrado frente a las cuadras y contemplaba sobrecogida el desastre. Lafayette se envolvió en su capa se lanzó entre las llamas intentando desesperadamente salvar a los animales que aún estaban vivos. Todos vieron cómo la negra capa se incendiaba y el cuerpo del mago se convertía en una tea viviente.
Unos minutos después el doble logró escapar de aquel brasero. Una corriente de aire abrió un pasillo entre las llamas. Aturdido y medio asfixiado, con el uniforme rojo ennegrecido, apareció ante los ojos atónitos de la compañía. Todos creyeron que el Gran Lafayette había realizado un nuevo prodigio, que había renacido de las cenizas.
En ocasiones la ficción es más poderosa que la realidad. El doble había perdido su documentación en el incendio. Nadie le quiso creer cuando reveló su verdadera personalidad. Murió, pocos meses después, en un sanatorio psiquiátrico y, aún sobre la lápida de su tumba inscribieron el nombre del mago.
El número más apreciado por los espectadores consistía en lo siguiente:
Lafayette se situaba en el escenario, vestido con un encendido uniforme de color rojo. De sus hombros caía una capa negra. En un momento dado Lafayette se envolvía por completo en la capa. Por el extremo superior sobresalía una pistola. Se escuchaba una detonación. La capa y la pistola se desmoronaban en el suelo. Lafayette había desaparecido. Un instante después, los espectadores fascinados advertían que se hallaba en una campana de cristal, suspendida del techo del teatro, a veinte metros de altura. Era impensable que Lafayette, en tan corto espacio de tiempo, hubiera podido introducirse en su interior.
Lafayette estaba obsesionado por salvaguardar el secreto de sus juegos. Aunque en su compañía trabajaban más de treinta personas, ninguno intervenía más que en aquella parte del proceso en la que resultaba indispensable. Para la realización de este juego, en concreto, era preciso un doble. Pero nadie en la compañía conocía su existencia. Viajaba en trenes diferentes, se alojaba en hoteles distintos y media hora antes del comienzo de la función se desplazaba a las cuadras donde Lafayette custodiaba los animales que empleaba en la representación y se introducía en una caja de doble fondo. Unos operarios, que no sospechaban el contenido de la caja, la depositaban junto a la campana de cristal.
Un día se declaró un incendio en las cuadras donde se encontraba oculto, aguardando a que le trasladaran al interior del teatro. Faltaba poco para que se iniciara la representación y, Lafayette, vestido ya con su uniforme rojo y envuelto en su capa negra, escuchó los gemidos aterradores de los animales rodeados por las llamas. Eran animales muy costosos: tigres de Bengala, leones de Atlas, osos siberianos, reunidos pacientemente a través de los años. Una cuantiosa fortuna estaba a punto de redicirse a cenizas. Toda la compañía se había concentrado frente a las cuadras y contemplaba sobrecogida el desastre. Lafayette se envolvió en su capa se lanzó entre las llamas intentando desesperadamente salvar a los animales que aún estaban vivos. Todos vieron cómo la negra capa se incendiaba y el cuerpo del mago se convertía en una tea viviente.
Unos minutos después el doble logró escapar de aquel brasero. Una corriente de aire abrió un pasillo entre las llamas. Aturdido y medio asfixiado, con el uniforme rojo ennegrecido, apareció ante los ojos atónitos de la compañía. Todos creyeron que el Gran Lafayette había realizado un nuevo prodigio, que había renacido de las cenizas.
En ocasiones la ficción es más poderosa que la realidad. El doble había perdido su documentación en el incendio. Nadie le quiso creer cuando reveló su verdadera personalidad. Murió, pocos meses después, en un sanatorio psiquiátrico y, aún sobre la lápida de su tumba inscribieron el nombre del mago.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)