Powell, el célebre ventrílocuo, tras una agotadora gira por Europa, se embarcó en El Havre con destino a Nueva York. Al otro lado del Atlántico le esperaban un montón de contratos, de modo que decidió tomarse la travesía como unas vacaciones.
Tuvo buen cuidado en evitar que nadie supiera su verdadera profesión para no tener que entretener los ocios de los demás viajeros con sus habilidades. Y desde luego, guardó las maletas que encerraban a sus célebres muñecos en el fondo del armario de su camarote.
Una noche, deambulando despreocupadamente por cubierta, contempló un cartel que anunciaba la actuación de un ventrílocuo, precisamente en una de las salas de fiesta del trasatlántico. No conocía a su colega y le picó la curiosidad. Reservó una mesa junto a la pista y regresó a su camarote para cambiar la ropa de sport por un elegante smoking.
Una hora después se hallaba dispuesto a gozar del esctáculo, mientras saboreaba un combinado. Le sorprendió la juventud del que actuaba.
Creía recordar que se llamaba Jenkins. A pesar de sus pocos años, se movía en el escenario con seguridad y aplomo. Hasta que una mosca empezó a importunarle.
Era una mosca realmente pesada. Volaba alrededor del ventrílocuo y se posaba una y otra vez en su rostro. Powell se dio cuenta de que aquel insecto molesto estaba poniendo nervioso al muchacho y desconcentrándole. El diálogo con su muñeco era cada vez menos chispeante y fluido. Y se podían apreciar los efectos en el público, pues las carcajadas iniciales se tornaron en risas corteses, hasta terminar convirtiéndose en un silencio espeso y frío.
Entonces Powell decidió utilizar sus habilidades, proyectó su segunda voz y la mosca comenzó a hablar. El público volvió a divertirse de lo lindo. Una salva de aplausos acompañaba las entrecortadas réplicas del ventrílocuo en escena. Powell contemplaba sus ojos atónitos, maravillados, despavoridos. Su actitud reforzaba la hilaridad del público, que creía asistir a una representación magistral.
¡Que bien finge! Comentaban unos a los otros.
¡ Y además no mueve los labios!
Pero aquel muchacho estaba a punto de marearse, sin poder explicarse por qué aquella mosca no paraba de hablar.
Tuvo buen cuidado en evitar que nadie supiera su verdadera profesión para no tener que entretener los ocios de los demás viajeros con sus habilidades. Y desde luego, guardó las maletas que encerraban a sus célebres muñecos en el fondo del armario de su camarote.
Una noche, deambulando despreocupadamente por cubierta, contempló un cartel que anunciaba la actuación de un ventrílocuo, precisamente en una de las salas de fiesta del trasatlántico. No conocía a su colega y le picó la curiosidad. Reservó una mesa junto a la pista y regresó a su camarote para cambiar la ropa de sport por un elegante smoking.
Una hora después se hallaba dispuesto a gozar del esctáculo, mientras saboreaba un combinado. Le sorprendió la juventud del que actuaba.
Creía recordar que se llamaba Jenkins. A pesar de sus pocos años, se movía en el escenario con seguridad y aplomo. Hasta que una mosca empezó a importunarle.
Era una mosca realmente pesada. Volaba alrededor del ventrílocuo y se posaba una y otra vez en su rostro. Powell se dio cuenta de que aquel insecto molesto estaba poniendo nervioso al muchacho y desconcentrándole. El diálogo con su muñeco era cada vez menos chispeante y fluido. Y se podían apreciar los efectos en el público, pues las carcajadas iniciales se tornaron en risas corteses, hasta terminar convirtiéndose en un silencio espeso y frío.
Entonces Powell decidió utilizar sus habilidades, proyectó su segunda voz y la mosca comenzó a hablar. El público volvió a divertirse de lo lindo. Una salva de aplausos acompañaba las entrecortadas réplicas del ventrílocuo en escena. Powell contemplaba sus ojos atónitos, maravillados, despavoridos. Su actitud reforzaba la hilaridad del público, que creía asistir a una representación magistral.
¡Que bien finge! Comentaban unos a los otros.
¡ Y además no mueve los labios!
Pero aquel muchacho estaba a punto de marearse, sin poder explicarse por qué aquella mosca no paraba de hablar.