LA FIANZA Y LAS FINANZAS DE HORACIO GOLDING
RAMÓN MAYRATA
RAMÓN MAYRATA
En 1931 Horacio Golding se había rehecho, una vez más, de los reveses de fortuna que le condujeron, a menudo, de la riqueza a la miseria. Esta vez, la clave de su éxito era el número de la mujer cortada, que realizaba mediante una terrorífica sierra circular. El tremendo espectáculo entusiasmaba a los americanos, y cinco compañías, al amparo de su nombre, recorrían los Estados Unidos presentándolo.
Estaba actuando en Nueva York. Aquella noche, entre sesión y sesión, había quedado citado con Harry Kellar para cenar. Era la primera vez que el padre de la magia le invitaba a su casa. Golding estaba nervioso, porque dos horas más tarde tenía que actuar de nuevo en el teatro, y temía que no le diera tiempo a paladear una entrevista que imaginaba inolvidable. Ante Kellar desplegó lo mejor de su repertorio y, aunque era conocido como el mago más rápido del mundo, terminó con el tiempo justo para reincorporarse al teatro. De modo que ordenó a su chofer que acelerara, aunque el límite de velocidad era sólo de quince millas.
Un policía de tráfico salió en su persecución y les obligó a detenerse. Golding, al comprobar que le había reconocido, le explicó que tenía que actuar de inmediato, que le esperaban en un teatro abarrotado. El policía aseguró que el incidente se solucionaría con una pequeña fianza, porque él declararía que solo iba a 18 millas por hora, para acelerar los trámites.
En comisaría, el inspector de guardia estipuló la fianza en cien dólares. Golding vació su cartera sobre la mesa. Sólo tenía 98 dólares, pero ofreció un valioso anillo para completar la cantidad. Sin embargo, el inspector le informó de que él no podía pagar su propia fianza. Era preciso que lo hiciera otra persona.
Golding llamó a su chofer. El propio hombre se quedó estupefacto cuando supo que se esperaban de él cien dólares. Golding le abrazó y aprovechó el contacto para introducirle el dinero.
-Hoy mismo te he pagado esa suma. ¡Busca en tus bolsillos!-. La voz de Golding sonó tan imperiosa que el chofer se llevó las manos a los bolsillos maquinalmente. Se topó con un fajo de billetes que entregó al inspector. Pero éste no pudo contar más que 98 dólares. Golding le rogó que le permitiera comprobarlo. Eran 98 efectivamente. Pero tuvo buen cuidado de retirar un par de ellos. Mil veces había hecho operaciones similares con las cartas en el escenario. Se volvió hacia el chofer y le zarandeó:
-Saca lo que te falta- gritó, mientras le introducía nuevamente los dos dólares en el bolsillo.
Gracias a aquellos dos dólares pudo actuar aquella noche ante su público. Cuando terminó la función se reunió con su abogado y preparó la defensa, pues al día siguiente estaba citado ante el juez. El agente que le había detenido cumplió su palabra y declaró que circulaba a 18 millas por hora.
-¿Cómo lo puede asegurar?- preguntó el abogado.
-Porque al adelantar mi cuentamillas marcaba 18.
-¿Al adelantarles? Eso significa que el coche iba a una velocidad inferior. Tal vez a 15 millas, el límite de la prohibición.
El juez no quiso complicarse la vida y dictó veredicto de inocencia. Golding reclamó, entonces, su fianza. El inspector de policía le tendió un fajo de billetes. Golding le exigió que los contara él mismo.
-¡ 98 ¡ ¡Solo hay 98!- exclamó el inspector turbado.
-¿Cómo puede explicarlo?- preguntó el juez.
-Señoría, no puedo explicarlo. No puedo imaginar cómo lo hizo.
Y los fondos de la policía tuvieron distraer dos flamantes dólares. Golding nunca olvidó este lance y nunca se deshizo de aquellos billetes. Cuando volvieron las vacas flacas solía contemplarlos con ironía: Un buen mago –comentaba- no sabe nunca dónde aparece o desaparece el dinero.